Texto: Javier Pascual, director de La Prensa del Rioja
No son enólogas famosas ni relevantes comunicadoras; no son directoras de exportación con mucho mundo recorrido, ni investigadoras que hayan aportado rutilantes innovaciones al sector; no son, en fin, bodegueras de reconocida estirpe, ni propietarias de emporios vinícolas. Decíamos ayer que “la historia del vino también se escribe en femenino” (nº 218 de diciembre 2016) porque siete bodegueras de Rioja protagonizaban un bonito reportaje en esta revista. Pero igualmente nos resulta válido el titular para reconocer entre las sombras a un gran número de mujeres a las que su trabajo fuera de los focos, poco dado al cuché de las revistas glamurosas o a la permanente exposición en Redes Sociales, las convierte en piezas tan invisibles como imprescindibles del engranaje productivo de los vinos de Rioja.
Podrían contarse por miles las historias de esas ‘otras’ mujeres que sustentan el entramado familiar del campo riojano. Pero tampoco serán ellas las que protagonizarán jornadas como las que se celebrarán en el Centro de la Cultura del Rioja en Logroño durante este próximo mes. Ni siquiera tuvieron hueco en los numerosos reportajes que hemos dedicado en esta revista a la presencia femenina en el sector vinícola durante casi cuatro décadas. “Sin ser las grandes olvidadas, lo cierto es que el mundo del vino –palabra masculina– ha relegado a la invisibilidad durante muchos años el papel decisorio de las mujeres, las mismas que han venido trabajando desde siempre en la viña y cada vez más en la enología, palabras ambas femeninas”, escribíamos en otro artículo el titulado ‘El poder del vino en femenino’, publicado en septiembre de 2019 con motivo de la llegada a la presidencia de la Rioja de una enóloga.
‘La sensibilidad femenina al servicio del vino: María Larrea, Laura García y Carmen Martínez’ fue nuestro primer reportaje sobre mujeres enólogas (Nº 41, febrero 1990) al que siguieron “Mujeres al timón de la exportación: Josette Cordier, Mariana Ochoa, Mª José López de Heredia, Maria Antonia Fernández e Inés Oro” (Nº 102, septiembre de 1997 ) y “Entre mujeres anda el vino: Elena Adell, Adriana Lauzurica, Laura García, Laura Manzanos y Pilar Torrecilla” (Nº 168, febrero de 2007), textos que permiten apreciar cómo la evolución de esa presencia de las mujeres en todos los ámbitos del negocio del vino iba convirtiéndose en ‘normal’.
“Con la celebración
del ‘Año de la Agricultura Familiar’ en 2014,
las instituciones europeas pretendieron reconocer
el papel destacado de esas mujeres que,
además de ser el soporte familiar,
también participan en las tareas agrícolas”.
En homenaje a todas esas mujeres sin eco mediático publicamos esta historia, la historia de Ángeles, la madre en cuyo honor y recuerdo hizo Juan Luis Cañas, bodeguero de Villabuena de Álava, el vino ‘Ángeles de Amaren’ que reseñábamos recientemente en nuestra revista. Una historia que escribí para el libro ‘Luis Cañas, labrador de un sueño’ publicado en 2018. Su protagonista cumplía entonces 90 años y la figura de la madre, de su mujer Ángeles, aparecía permanentemente en su relato como la compañera infatigable en el duro trabajo e imprescindible para hacer realidad sus sueños. Un ejemplo con el que se sentirán identificadas cientos de esas mujeres del vino de Rioja que nunca traspasarán la frontera del anonimato.
Ángeles, sombra protectora y guía
El día que Luis me llevó a conocer su viña favorita, la primera que plantó hace medio siglo en el término de ‘Carraquintana’, junto al Camino de Leza, quedó grabada en mi retina una imagen de la Sierra de Cantabria que me mostró desde la viña. Una imagen cargada de simbolismo que, aquel día soleado de mediados de julio, azotados por ese viento norte tan habitual en la zona alta de Rioja Alavesa, me hizo comprender alguna de las claves esenciales de la trayectoria vital de Luis. Se trata de una simple sombra, la sombra que proyectan los peñascos de la Sierra de Cantabria marcando la hora para los agricultores de la comarca. Una sombra que asemeja la silueta de una mujer con una cesta. Es mediodía, la hora de comer, y la madre trae la comida al campo.
La figura de la madre, de su mujer Ángeles, aparece permanentemente en el relato como la compañera infatigable en el duro trabajo, imprescindible para hacer realidad sus sueños y cumplir sus ambiciones. Pero la enfermedad, siempre cruel, se la arrebató de su lado justo cuando había llegado el momento de disfrutar de lo conseguido con tanto esfuerzo. Y desde aquel invierno de 1997 esa figura de Ángeles se agrandó aún más y permanece como una sombra omnipresente que se proyecta sobre cuanto le rodea y que cada día soleado, como si el tiempo se hubiera detenido para siempre, le recuerda a Luis desde lo alto de la Sierra que ha llegado su hora de comer.
Luis apunta hacia una zona en la que unas grandes rocas que sobresalen del resto proyectan su sombra sobre los cortados en dirección noroeste. «¿No ves? ¡La sombra parece una mujer que lleva la cesta!». Me pregunta qué hora es. Son poco más de las doce. «Pues ahora casi está la cesta ya preparada para llevar la comida al campo. ¡Ya ves en qué cosas nos fijábamos antes porque no tenías un reloj!». Desde tiempos inmemoriales, el sol ha marcado las horas para las gentes del campo. En muchas ocasiones pasaban la jornada completa en la finca y la madre iba allí al mediodía con la cesta de la comida. «¿No ves? Cada vez se marca mejor la cesta, el pecho y la cabeza». Es la señal. Es la hora de comer.
Ángeles, con la que Luis contrajo matrimonio en 1952, fue quien influyó decisivamente para que se quedara en el pueblo en vez de seguir los pasos de sus hermanos hacia la ciudad. Reconoce Luis que su mujer representó siempre un apoyo fundamental para él y para el negocio. Como lo ha sido el de tantas y tantas mujeres en este modelo de pequeñas explotaciones agrícolas familiares, de las que es un buen ejemplo la creada por Luis y Ángeles. “A mí lo del vino me he gustado siempre. También a mi mujer le empezó a gustar y luego ella venía al campo a ayudarme a espergurar, a desnietar, a coger sarmientos, a lavar las botellas, a embotellar a mano…»
Juan Luis Cañas percibió pronto que su padre y su madre funcionaban como una sociedad en la que ambos trabajaban de forma complementaria. «Mi padre era una persona muy trabajadora y muy organizada, pero quien le empujaba en el negocio era mi madre, porque era muy valiente. Mi madre participaba a la hora de tomar decisiones para hacer las compras y las ventas en la bodega. Era ella quien le decía ‘vete y compra esa cosecha, no sea que te quedes sin ella’. La prueba de que ella siempre había sido un poco la que decía «haz esto y haz lo otro», la que ejercía esa forma de ‘matriarcado’ tan tradicional en el ámbito rural y muy especialmente en el País Vasco, es que cuando su hijo Juan Luis tomó las riendas de la bodega hubo una temporada que lo pasó mal, porque se sentía desplazada.
‘Angeles de Amaren’, un homenaje a la madre
Recuerda sobre todo Jose Miguel Zubía, director comercial de la bodega, la sonrisa de Ángeles, una sonrisa «que cuando la veías te alegraba el día». Y considera que ella y Luis «hacían buen tándem, se complementaban muy bien, aunque ella estuviera siempre en un segundo plano, discreto y callado». Como homenaje y reconocimiento a ese papel tan decisivo que jugó Ángeles en el desarrollo de la bodega nació Amaren. Un proyecto que tiene un significado especial como cierre de un círculo vital y de negocio para Luis. Y que sin duda le tocó de cerca al corazón, como evidencian sus palabras: «La idea que en su día tuvo Juan Luis de dedicarle la marca Amaren a su madre estuvo muy bien. El primer día que vi las fotografías me tuve que salir. Lo mismo que la compra de la bodega en Samaniego para Amaren».
Estas instalaciones en Samaniego, convertidas en la sede de la bodega que rinde homenaje a Ángeles, tienen un significado especial para Luis, porque en su juventud trabajó como peón de la construcción en las obras de ampliación que se hicieron en ellas en los años cuarenta, cuando era la bodega Cooperativa Virgen del Valle (PALESA). «Ya me dicen en Samaniego ‘¡quién te iba a decir a ti que un día esta bodega llevaría tu nombre en la fachada! Increíble, increíble. Pensar que a los 17 años fui allí a ganar el jornal construyendo los muros de contención que dan al barranco. Llegaban los sacos de cemento tan calientes de Lemona que nos despellejaban los hombros al descargarlos. ¡Qué vueltas da la vida!». Con un tono emocionado y lleno de admiración, me comenta que Juan Luis le había enseñado pocos días antes la bodega, que estaba un poco abandonada. «Me gusta mucho como ha quedado, muy bonita. ¡Qué depósitos hay! Y todo nuevo, todo nuevo».