“El espíritu de superación, de ir siempre un paso más allá, es uno de los pilares de la cultura riojana del vino”
El vino y la cultura siempre han ido de la mano en La Rioja. Porque en esta tierra el vino no sólo se bebe; el vino se vive. Forma parte de las grandes celebraciones, pero también de las pequeñas ceremonias cotidianas del día a día. Y es que, al final, eso es vivir: celebrar cada momento. ¿No os parece? Cada comida en buena compañía, cada conversación con la persona querida.
A lo largo del tiempo, la viticultura riojana ha evolucionado desde sus orígenes más empíricos, cuando era pura artesanía local para consumo propio, hasta su versión actual más delicada y sofisticada que traspasa fronteras. Pero si hay algo que no ha cambiado ni un ápice durante este largo proceso es que nuestro vino, como cultura que es, nos invita a gozar de la vida. Y aún añadiría algo más: nos invita a gozar juntos de la vida. Y es que en La Rioja sabemos bien que el mejor vino es el compartido. Cuando compartimos nuestros caldos los bebemos por los cinco sentidos. Se nos activa el tacto, por la bendita presión del abrazo de los amigos. El oído, cuando escuchamos el descorche que anuncia la celebración de este momento único. La vista, cuando vemos la sonrisa de aquellos a quienes llenamos la copa con los colores del campo. El olfato, por el aroma de la casa a la que llegamos con la botella. ¿Y el gusto? ¿qué me decís del gusto? Dulce, salado, ácido y amargo. Como las historias que se cuentan después del brindis, que empiezan con sueños por cumplir y algunas terminan bien y otras también, porque estamos juntos.
Esta es la grandeza del vino de Rioja y la de esta Cofradía que nació para compartir con el resto del mundo la cultura de nuestro vino. La cultura nace de nuestra vocación de trascendencia, de esa fuerza interior que nos empuja a crear cosas superiores a nosotros mismos. Y el vino es una de esas creaciones. Y no me refiero únicamente al caldo que hay dentro de la botella, ni tan siquiera al diseño cuidado de las etiquetas, que perduran como marcas familiares de generación en generación. También me refiero a la arquitectura de las bodegas, muchas de las cuales se están convirtiendo en joyas en sí mismas. Y, cómo no, también a las propias viñas, que dan forma a un paisaje único.
Los viticultores, enólogos y bodegueros riojanos no cejan en su empeño de seguir perfeccionando sus vinos, sus etiquetas, sus bodegas y sus campos, cincelando día a tras día este paisaje que da sentido a sus vidas. Un paisaje que les trasciende, que seguirá ahí más allá de su muerte, que ya para siempre es cultura. Me resulta tremendamente inspirador que buena parte del vino de Rioja nazca en una tierra complicadísima para el cultivo. Como bien sabéis, la variedad tempranillo brota muchas veces en suelos arcillo calcáreos en los que, por lógica, no debería crecer ni una brizna de hierba; suelos que deberían ser un erial, porque están llenos de piedra. Y sin embargo, por algún prodigio de la naturaleza, las vides son capaces de estirar sus raíces hasta unas profundidades insospechadas para sorber esas gotitas de mineral que depositan en cada grano de uva, convirtiéndolos en únicos. Este espíritu de superación, de ir siempre un paso más allá, es uno de los pilares de la cultura riojana del vino. No hay límites para la elaboración de algo que está vivo; y por ello tampoco ha de haberlos para aquellos que nos hemos propuesto compartir con el resto del mundo esta historia épica del campo.
Para terminar este viaje a través de la cultura de nuestro vino, podría echar mano de un verso de Federico García Lorca, el gran poeta de la generación española del 27, que dice «me gustaría ser todo de vino y beberme yo mismo”. Pero, siendo yo riojano, prefiero acabar con unas líneas de Gonzalo de Berceo, que fue un monje también riojano del siglo XII, considerado uno de los primeros escritores en lengua castellana. Y lo he escogido porque sus versos más populares suenan a brindis. Y si no, fijaos en cómo comienza su libro sobre la vida de Santo Domingo de Silos, cuando explica el premio que se ha ganado por haberlo escrito en lenguaje popular, y no en latín: “Quiero hacer una prosa en román paladino, en el cual suele el pueblo hablar con su vecino, y aunque no soy tan culto para escribirlo en latino, bien valdrá como creo, un vaso de buen vino”.